Breve comentario sobre la crónica “Recogiendo Cadáveres” de Miguel Ángel Chinchilla

Ciertamente, con su obra, Miguel Ángel nos deja claro estos caminos paralelos. El escabroso del militar, anticomunista y desalmado junto al del buen pastor y profeta, quien aquel convirtió en mártir para luego llegar a los altares. Eso es lo primero. Lo segundo es que Eduardo Blandón, prologuista de la obra, habla de la “conversión” de Romero con base en su “intuición” acerca del “carácter social del conocimiento” así como por la “influencia” de Rutilio Grande, otros jesuitas y monseñor Arturo Rivera y Damas, su sustituto. No repite Blandón la versión generalizada del “cambio” de nuestro buen pastor, como ocurre con mucha gente; quizás con la mayoría de esta, que repite y repite que monseñor Romero pasó de ser “amigo de los poderosos” a convertirse en “la voz de los sin voz”. Yo más bien estoy de acuerdo con mi difunto padre, quien siempre sostuvo que eso no era cierto; él, que lo había tratado y lo conoció, siempre insistió que fue desde sus años mozos un “hombre bueno”. Por tanto, lo más correcto es hablar de “evolución”.

Y esto queda bastante esclarecido al leer “Recogiendo cadáveres”, narración ‒mezcla de realidad e imaginación‒ en la cual de entrada su autor nos ubica en agosto de 1943. Entonces, nuestro buen pastor inició el largo viaje de vuelta a su país en compañía de Rafael Valladares y Argumedo.  El primero “estricto y reservado”, el segundo “alegre y llevadero”.  Ambos mejores amigos entre sí, que en algún momento de sus vidas fueron obispos auxiliares de la Arquidiócesis de San Salvador. Surge entonces la interrogante: ¿fue Valladares inspirador de Romero? Monseñor Rivera y Damas nos da una pista al contar que el primero llamaba a los pobres “los preferidos de Dios”.

También en agosto de 1943, el 23, nació en Santa Tecla Roberto D’Abuisson Arrieta: el mayor “escuadronero” salvadoreño. Como su víctima más connotada, este no cambió; siempre fue un hombre malo, desde su infancia hasta su muerte. A sus 26 años, Romero comenzaba su sacerdocio e iniciaba el camino hacia el cielo y la santidad; el mayor, desde su niñez emprendió su ruta hacia la perversidad y el infierno. Miguel Ángel nos hace recorrer, en adelante, el trayecto que ambos transitaron y cómo se llegaron a juntar; no personalmente pero sí en la historia nacional de la que fueron personajes decisivos, uno para bien y el otro para mal.

San Romero de América arrancó con su primera misa en enero de 1944, año en el que cayó el dictador salvadoreño por excelencia del siglo veinte. Luego se estrenó como párroco de Anamorós, en el departamento de La Unión. Y así continuó como un destacado comunicador, secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador, secretario ejecutivo episcopal de Centroamérica, Monseñor, obispo auxiliar de San Salvador, titular de la diócesis de Santiago de María y arzobispo metropolitano. Desde su paso por el departamento de San Miguel, fue motivo de escándalo al enfrentarse con el poder político militar; tuvo líos con Julio Adalberto Rivera, Fidel Sánchez Hernández y Arturo Armando Molina.

Por la masacre en el catón Tres Calles, ocurrida el 20 de diciembre de 1976, le escribió a este último ‒entre otras cosas‒ lo siguiente: “No hubiera querido, señor presidente, usar en mi correspondencia con usted el lenguaje de la protesta y del reclamo. Pero creo que no sería franca ni sincera mi amistad con usted sí, por conservarla, dejara de obedecer a la voz de mi conciencia que reclama este deber pastoral”.

El mayor “escuadronero” anduvo esparciendo cadáveres. El santo patrono de los derechos humanos los anduvo recogiendo en el marco de la represión oficial y durante el conflicto bélico, los siguió abrazando desde su inmortalidad en la violenta posguerra y por los vientos que soplan –ojalá me equivoque, pero lo dudo– los seguirá recogiendo y abrazando con su santidad en el marco de una dictadura anunciada.

Benjamín Cuéllar

Publicado con permiso de MAC