Abrir un Teatro en San Salvador y de cómo la precariedad se convirtió en la más secreta fortaleza

¿Cuánto tiempo tarda una bolsita de té para diluirse en una taza con agua caliente? ¿Un minuto, un tiempo más largo o más breve? ¿O un tiempo que no es tiempo, sino acción química, materia orgánica que se junta y combina para producir un milagro? Algo así podría pasar con el proceso de contagio y de aleación que seguramente un ejercicio metafísico podría demandar, para existir, permanecer, y afianzarse en un entorno determinado. El misterio de la bolsita de té, el agua y la taza. Porque igual la taza podría estar vacía. O la bolsita de té vencida y endurecida. Pero la temperatura, la química, la espacialidad, el tamaño, el fondo, la forma, el sabor y todos esos elementos que habrían de conjugarse en el ejercicio y la necesidad serian en todo caso los que, en su ritmo, movimiento, entendimiento, asociación, coincidencia, voluntad, y decisión permitirían cada segundo, cada momento, cada tiempo convertir al té en un milagro.

Abrir una sala de teatro requiere paciencia, ingenio, mucho tiempo, imaginación, algo de dinero, voluntad y mucha solidaridad, pero, sobre todo fe. Y con la fe, necesidad, dialogo, respeto, comunión y un espíritu gregario que suma y suma por placer, convicción, coincidencia, curiosidad, amor, locura y contradicción. Sin conflicto no hay teatro, sin debate, sin discusión, sin crítica, sin autocrítica no hay acuerdo, no hay avance, lucha, gozo, descubrimiento. El teatro es un ejercicio humanizador que nos cuestiona, pone en evidencia y exhibición lo peor y lo más noble de nosotros, solo así el teatro y los que lo practican, visualizan o acercan su lenguaje de alguna manera, a una idea poética, a la mirada más singular de lo que de nosotros mismos pensamos o de lo humano que somos o de lo humano que nos hace falta alcanzar.

Una sala de teatro como la nuestra, en una ciudad como la nuestra, en un país como el nuestro, con actores y actrices como los nuestros, con un púbico como el nuestro, no hubiera sobrevivido sin tomar en cuenta todos estos cuestionamientos. No hubiéramos resistido ni un semestre. Sin el deseo infinito de aportar a la diversidad de lenguajes, a buscar teatralidades que nos diferencien del resto, a creer que para lograr construir un teatro que nos defina, teníamos que abrirnos a la búsqueda más propia y existencial de nuestras preocupaciones, establecer alianzas con aquellos y aquellas que buscaran lo mismo, les preocuparan las mismas dificultades lingüísticas, estéticas, formales, filosóficas y políticas.

En un país donde la ausencia del interés al fomento y cultivo del arte como conciencia social es atávica, no nos quedaba otra acción que tomar por nuestra propia cuenta el ejercicio de la producción, creación y formación artística. No importó el orden, si para producir tenías que estar formado o viceversa, la necesidad de crear es inherente y emerge con su propia fuerza en cada circunstancia. Y así pasaron los años, más de medio siglo al menos, de memoria continua de tradición teatral, desde Bellas Artes, el Bachillerato en Artes, Teatros Universitarios y Movimientos más Independientes de las últimas décadas, han marcado el ritmo y cadencia hasta nuestros días. Tuvimos la suerte de ejercer nuestro trabajo en las décadas de la posguerra y quizá, esto nos permitió poder abrir la primera sala de teatro independiente en San Salvador. Digo la primera no porque lo haya sido realmente, porque hubo dos o tres, quizá más intentos de abrir salas de teatro en las décadas anteriores, pero sí, somos la primera que ha resistido al menos nueve años. En el país hubo esfuerzos anteriores: Actoteatro, El Diletante y El Circulante han sido quizá los que con mayor definición apostaron al teatro. Pero no lograron sobrevivir mucho tiempo. Por causas diversas que seguramente serán de interés para futuras investigaciones. Pero un poco más de medio siglo después de este largo devenir de la tradición teatral salvadoreña, la Galera Teatro es por hoy, la sala de teatro Independiente y alternativa que más tiempo ha resistido. Le falta un año para cumplir una década, es decir, para formar parte de una generación de grupos, personas, públicos, colegas, amistades que han tejido, forjado y abierto una práctica y una teoría que ha permitido producir alrededor de quince estrenos teatrales en este pequeño espacio, y un incalculable número de grupos nacionales y extranjeros que han presentado sus obras en esta pequeña caja negra.

A esta altura del camino todavía no sabemos exactamente hacia dónde vamos, tenemos un acimut como cualquier viajero, pero la realidad es siempre un mar adverso con el que aprendemos constantemente a usar nuestras mejores formas para sobrellevar el viaje. Nunca estamos seguros de nada que no sea nuestro ensayo permanente. El futuro no existe, es hoy, solo que un poquito más tarde dijo Tadeusz Kantor. Y el teatro tiene esa cualidad, es efímero por naturaleza, desparece, no queda nada una vez termina la función. Solo los vestuarios sudados, las escenografías y los objetos en la sombra del reposo, luego que el silencio se apodera del escenario una vez que las luces se apagaron. Pero la memoria es viva, constante, continua y al mismo tiempo risomatica. En ella continua sobreviviendo el gesto, el movimiento, la intensidad y la palabra que los actores hicieron que por la retina del ojo del espectador, entrara a ese universo ancho y luminoso, la memoria salva al teatro como a la vida misma, solo ahí perdura, sobrevive, como si del espacio íntimo del convivio colectivo saltara al espacio virtual de la memoria y se salvara para siempre porque, de lo contrario quedaría como alma perdida deambulando por los pasillos y los rincones de los edificios, prisionero del silencio y de la soledad.

El teatro vive en su propia comunidad, está circunscrito a ella, la gente viene a él, sale de su casa, recorre una distancia hasta llegar y sentarse frente al lugar donde entablará su dialogo desde la expectación con el acontecimiento, el rito, el juego. Todo lo que haga el teatro y quiera decir pasará por la forma, por el lenguaje y, de éste dependerá que se creen las simbiosis más amplias y poéticas que estimularán la mirada alteradora de la vida y de nuestra existencia. Todo teatro tiene su público, necesita de él, se cultivan mutuamente, ese público espectador legalizará su existencia también. El teatro necesita entrar a las regiones secretas del espectador, moverlo internamente, seducirlo intelectualmente para que el dialogo sea orgánico y recíproco, erótico y necesario.

¿Cómo se logra todo esto? ¿Cómo aglutinar todo esto en una obra, en una acción, en una presentación? Ese es el dilema. Nosotros nos apartamos, solos con nuestros cuerpos y nuestra imaginación, nos encerramos cuales herejes alrededor de un juego, imaginario y libre; lo más alejado de la realidad, en él tendremos que depositar toda nuestra confianza y opinión, valentía y decisión. Las relaciones que se establecen entre ese nosotros que no es más que los que se apartan y se juntan para el rito, para el juego, no son relaciones ligadas y acordadas a partir del beneficio económico, el dinero no es el mecanismo ni el objeto de deseo en esta transacción. Por lo general cuando lo es, el resultado o es muy pobre o un pleito. Hay que tener mucha coincidencia y empatía artística para comulgar en este juego gregario, sentirse parte de él por vocación y convicción. Así se conjugan los tiempos, los intereses, las capacidades, los cuestionamientos, los desafíos, la pasión y el deseo por generar una búsqueda que a veces, aunque no se sepa exactamente hacia dónde va, genera la chispa que alumbra el camino para horadar y horadar hasta lograr encontrar o producir el milagro.

En una caja negra pequeña, de escasos nueve metros de largo, por casi cinco de ancho y apenas tres metros de alto, con un equipo de luces artesanal fabricado con latas vacías de pintura y dimmers domésticos, más un pequeño equipo de sonido, sabíamos que emprender este viaje era importante, desafiante, necesario y urgente, pero sobre todo incierto, no sabíamos si en realidad lo íbamos a lograr. Una sala de teatro pequeñita, con un aforo de cincuenta personas, donde el piso del lugar, tal cual, sería su mismo escenario, sin tecnología adecuada ni avanzada, con unas butacas construidas a martillo y clavo, una taquilla que era la puerta misma y una cabina de luces sobre una mesita de madera rústica, todo esto, requería de un amor especial, de una decisión inusual: Concebir un teatro que emergiera de la creatividad máxima, venciendo todos los obstáculos tradicionales y convencionales, típicos de los conceptos de producción comercial, profesional e institucional; que nos permitiera con lo mínimo lograr lo máximo. Aprender a no ver la precariedad como debilidad sino como fortaleza, que nos guiara creativamente para concebir una teatralidad nueva, al menos para nosotros, y en ella fundamentar nuestro propio universo, nuestra existencia.

La autonomía como anhelo nos abrió paso a libertad de creación, a no subordinar el teatro a intereses no teatrales. Eso caracterizó nuestra práctica y nuestra relación con instituciones culturales, diplomáticas, oficiales, incluso teatrales en el sentido de que buscamos todo tipo de buenas relaciones, pero poniendo por delante, la defensa de la creación de lenguajes autónomos, libres, distanciados de intereses ideológicos, didácticos, terapéuticos y comerciales. Sabíamos que al defender esta autonomía nos alejábamos de los presupuestos, de los fondos y las finanzas que apoyan este tipo de teatro con contenidos temáticos de agendas políticas o institucionales, pero lo hicimos por el bien del teatro mismo. No es que no necesitemos de aquellos recursos, bienvenidos cuando vengan, pero con la tolerancia y el respeto a la autonomía y la libertad de creación.

Para suplir esta necesidad financiera inventamos desde un inicio, abrir una cocina que complementara la actividad teatral, cocina y teatro, teatro y cocina, que el público pudiera ver una buena obra de teatro y ésta fuera una experiencia tan buena como la de comerse un plato exquisito, o viceversa. Esa fue nuestra apuesta. Y con la comida vino la bohemia, lo gregario, el convivio y así fue como al pasar de los años logramos subvencionar la sala de teatro con la comida, con la bohemia, con el convivio, con la comunidad que, en tormo a la mesa, la plática, conversa y se levanta, entra al teatro y regresa a la sobremesa, al rito del banquete, el intercambio y el aprovechamiento del tiempo en comunidad. Nos alegra haber crecido en una familia grande y ser en San Salvador, un espacio colectivo donde diferentes generaciones se juntan para tejer nuestra idea de identidad y de futuro propio.

Tuvieron que pasar setenta y cinco años del movimiento teatral salvadoreño, para que en San Salvador surgieran salas de teatro independientes y alternativas, la Galera fue la primera que resistió desde su autonomía, razón por la que celebramos nueve años. Ojalá logremos muchos años más. Nos alegra mucho, compartir esta existencia con nuevos espacios teatrales como La Nave Cine Metro, Teatro Chaplin, Teatro Poma, Black Coyote y el emblemático Teatro Nacional de San Salvador. Esto no existía hace diez años, al menos de esta forma. Salud por todo esto.

 

René Lovo